sábado, octubre 25

Escuela de Agricultores


Hubo una vez un hombre que amaba a la Naturaleza y amaba también todo aquello que creciera y pudiera dar fruto.
En la era de la investigación transgénica y el efecto invernadero, todo su afán estaba encaminado a encontrar semillas autóctonas de diferentes especies, semillas que en diferentes lugares habían conseguido adaptarse a la tierra, a la climatología , y que sin embargo estaban siendo dejadas de lado por semillas más estudiadas, que aparentemente daban más fruto con menos esfuerzo, aunque necesitaran de todo tipo de tratamientos y aditivos. Incluso, algunas de estas variedades tan estudiadas, eran capaces de dar varias cosechas, con frutos más uniformes y resistentes, más hermosos. Pero la mera apariencia de los frutos no conseguían el sabor, la textura de los tradicionales, además agotaban la tierra en que se plantaban. El ritmo exigente de trabajo y todas las necesidades emparejadas a la idea de la producción fueron empobreciendo y desertizando las tierras, con lo cual, las familias que durante generaciones habían vivido en armonía y equilibrio con la tierra, en la tierra, de la tierra y para la tierra, tuvieron que trasladarse dejando tras de sí un campo baldío y estéril.

Nuestro hombre veía con preocupación este panorama y veía también como sus avisos eran ignorados cuando no objeto de burla.

En su pequeño invernadero pasaba muchas horas, descubriendo con asombro como la tierra, el abono y el agua obraban el milagro una y otra vez, descubrió los ritmos, las fases del crecimiento, el efecto de las estaciones, la luna, las plagas. Se maravilló con la aparición de las primeras raíces que buscaban con denuedo los nutrientes de la tierra. Descubrió también la paciencia, en algunos casos la impotencia ante la evidencia de Leyes inexorables. De todo ello tomaba buena nota, de todo ello aprendía hasta comprender que su labor, celo y cuidados podían llegar hasta un punto y que el resto dependía del impulso propio de la VIDA. Descubrió el secreto de la alquimia que entre los profanos había quedado reducida a la transformación literal del hierro en oro, descubrió el simbolismo del hierro, metal común, humilde como la tierra, y del oro, como agente y expresión en el más puro sentido, de una realidad que solo necesitaba encontrar el espacio despejado, la tierra preparada para poder manifestarse.

En su ánimo de expandir sus descubrimientos, de mejorar y transformar el entorno, la vida, de recuperar el equilibrio con la naturaleza, sintió que aquellos descubrimientos frutos del anhelo y de su trabajo, podían transformar la tierra yerma en Paraíso, podía iluminar con luz de esperanza los corazones de muchos desarraigados, sintió en su fuero interno la llamada a compartir su conocimiento, no como un capricho personal sino como la oportunidad de despejar el camino a lo numinoso, a todos aquellos que hemos sentido la necesidad de preparar nuestra tierra para que la “semilla sagrada” arraigue, crezca y dé fruto, transformando y mejorando nuestro entorno.

Hubo una vez un hombre que amaba la naturaleza y amaba también todo aquello VIVO, que crece y da fruto.

“ Déjame ser instrumento de tus manos hábiles, mensajero de tu mensaje inequívoco, trabajador de la Hacienda Divina, en la que descubriendo la semilla dormida, descubra que nací para SER, para SER VIDA.



Om Shanti



Escrito por Brihaspati.



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