lunes, diciembre 9

La casa de invitados

Esto de ser humano es como una casa de invitados,
cada mañana llega alguien nuevo.
Una alegría, una tristeza, una maldad...
Una conciencia transitoria llega a la casa
cual inesperado visitante.
Da la bienvenida a todos, a todos recibe,
aun si son un cúmulo de tristezas 
que con violencia despojan a tu casa 
de todos sus muebles.
Aún así, trata a todo invitado con honor:
Quizá te esté preparando
para recibir una nueva alegría.
Al pensamiento oscuro, la verguenza, la malicia,
recibe en la puerta con una sonrisa
e invítalos a entrar.
Da gracias a todos los que vengan, 
porque cada uno ha sido enviado,
como un guía del Más Allá.

Rumi (1207 - 1273)

jueves, diciembre 5

Cuento

En un lugar en oriente, había una montaña muy alta que no dejaba entrar los rayos del sol, motivo por el cual los niños crecían raquíticos. Entonces, un viejo, el de mayor edad del poblado, se encaminó con una cuchara de porcelana hacia esa montaña.
Al verlo, le preguntaron sus vecinos: ¿Qué vas a hacer en la montaña?
-Voy a moverla.
¿Y con qué las vas a mover?
-Con esta cucharita de porcelana.
-Ja ja ja, nunca podrás.
-Sí, nunca podré, pero alguien tiene que comenzar a hacerlo

martes, diciembre 3

Las trampas de la tristeza: La resignación

Aunque hoy en día parezca increíble, cuando Elizabeth Kübler-Ross trabajaba en los hospitales europeos y norteamericanos había poca o nula sensibilidad al hecho de que los pacientes terminales necesitan ayuda psicológica y emocional para afrontar la última pérdida, la de sus propias vidas. Los pacientes desahuciados morían solos, apartados en habitaciones aisladas. Cuenta Elizabeth que el interés que sentía hacia estos pacientes se disparó cuando en los pasillos del hospital se dio cuenta del extraño efecto que una señora de la limpieza afroamericana tenía sobre muchos de los pacientes más gravemente enfermos de la planta. Cada vez que ella salía de alguna de las habitaciones, la doctora Kübler-Ross comprobaba que los pacientes habían cambiado su actitud hacia la enfermedad de forma significativa. Quiso conocer el secreto de esa mujer humilde, que no había terminado sus estudios escolares pero que parecía albergar una clave importante.

Un día se cruzaron en el pasillo. Elizabeth, impaciente y brusca, se dirigió a la mujer de forma casi agresiva: “¿Qué está usted haciendo con mis pacientes?”. Naturalmente la mujer se puso a la defensiva. “Sólo estoy fregando los suelos”, dijo de manera educada y se fue. Durante las siguientes dos semanas la doctora y la señora de la limpieza se vigilaron con desconfianza. Finalmente, una tarde la mujer se plantó frente a la doctora en el pasillo y la arrastró hacia la sala de enfermeras. Elizabeth recuerda en sus memorias esa imagen curiosa, la de una mujer humilde arrastrando a una profesora de psiquiatría amparada por su bata blanca.

Cuando estuvieron completamente a solas, cuando nadie podía oírles, la mujer relató su vida trágica: había crecido en el sur de Chicago, en la pobreza y la miseria, en un hogar sin calefacción ni agua caliente donde los niños estaban crónicamente desnutridos y enfermos. Como la mayor parte de las personas pobres, ella no tenía forma de defenderse contra la enfermedad y el hambre que los azotaban. Un día, su hijo de 3 años enfermó gravemente de neumonía. Lo llevó al servicio de urgencias del hospital local, pero les debía diez dólares y la rechazaron. Desesperada, caminó hasta un hospital donde estaban obligados a atender a personas sin recursos.

Por desgracia ese hospital estaba lleno de personas como ella, personas que necesitaban urgentemente ayuda médica. Le dijeron que esperase. Tras varias horas de espera vio cómo su hijo se ahogaba y finalmente murió en sus brazos.

Cuenta la doctora Kübler-Ross que era imposible no sentir lástima por la terrible pérdida de esa mujer. Pero lo que más le llamó la atención fue la forma en la que ella contó su historia. Estaba profundamente triste, pero en ello no había negatividad, reproches o amargura. Emanaba una paz que asombró a la doctora. Cuenta Elizabeth que se sintió entonces como una alumna que miraba a la maestra.

Entonces la mujer reveló su supuesto secreto, con voz serena y directa: “A veces entro en las habitaciones de estos pacientes y veo que simplemente están aterrorizados y que no tienen con quien hablar. Así que yo me acerco a ellos. A veces les toco las manos y les digo que no se preocupen, que no es tan terrible, que estoy con ellos, que he estado allí”. Poco tiempo después, Elizabeth Kübler-Ross consiguió que esa mujer dejase de fregar los pasillos y se convirtiese en su primer asistente, la que daba el apoyo necesario a los pacientes cuando ya nadie más lo hacía. Eso en sí mismo se convirtió en una lección de vida que intentó comunicar sin cesar: no necesitamos un gurú especial o un gran experto para crecer y ayudar a los demás. Los maestros asumen distintas formas: pueden ser niños, pueden ser enfermos terminales, pueden ser la señora de la limpieza. Todas las teorías y la ciencia del mundo, decía, no pueden ayudar tanto como un ser humano que no tiene miedo de abrir su corazón a otro ser.

Extraído del libro “Inocencia radical” de Elsa Punset, una emotiva historia de la doctora Elizabeth Kübler-Ross (1926-2004) experta en personas moribundas y cuidados paliativos, creadora de las cinco etapas del duelo

 
Elizabeth Kübler-Ross (Zúrich 1926 – Arizona 2004)